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RESEÑA | Amor sin barreras: Una historia palomera de Spielberg

Con un despliegue magistral del oficio, incluso hincando el diente donde la película de la década de 1960 no alcanzaba a brillar, Steven Spielberg demuestra la vigencia de pesadilla que entraña West Side Story. Sin embargo, no pasa de ser un remake más estilizado que la versión original, sin abonar ni a su estilo personal ni a la obra a la que homenajea.

Volver a los clásicos es la naturaleza de las obras y los artistas más destacados. Prácticamente toda la cultura pop se ha basado en ello: palimpsestos sobre palimpsestos llenos de borrones que circundan historias, líneas, tramas, melodías, colores y movimientos que dotan de vida y color a un tiempo, para devolver cada evento artístico al ruedo del presente. La creación es infinita al pasar de mano en mano, de pincel a lápiz, de lápiz a guitarra y del aire a la pantalla. El artista más pleno vive en la maravilla de no inventar el hilo negro ni la chaqueta, sino de reimprimirle un dejo propio. Ponerle estoperoles. Zurcirla con punto de cruz y darle protagonismo al hilo. Ponerle una década, una firma, un temperamento.

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Amor sin barreras - 100%, la última película de Steven Spielberg, por cierto basada en una reinterpretación suburbana muy neoyorkina de Romeo y Julieta –donde los conflictos raciales y de inmigración son el telón de fondo al enfrentamiento entre grupos–, goza de un despliegue soberbio del oficio fílmico. Permítanme apuntar por qué para hacer honor al ditirambo y no dejarlo en el clásico juicio ligero de la crítica contemporánea.

Comencemos por dar un mínimo contexto. La película de 1961, Amor sin Barreras - 94%, basada en el musical de Broadway homónimo de 1957, fue filmada en el Upper West Side de Manhattan. Nadie niega que las limitaciones de la primera película, dirigida por Jerome Robbins y Robert Wise quedan anegadas al repensar el guion con el acento dramático de Spielberg, gran observador de los infortunios sociales de sus personajes. Él toma decisiones que conducen a la película a enfatizar otros derroteros. Su primer gran acierto, sin duda, es el modo en que trata al guion. Los personajes otrora arquetípicos más por pereza de composición que por acierto literario, tienen mayor tejido que permita verlos como consecuencia de una sociedad y un Estado fallidos —o mejor dicho: que les han fallado.

El ejemplo claro es Anybodys (Iris Menas), quien en la versión de 2021 figura como una chica transexual, no un marimacho. No es baladí ni mera alusión pop a lo que hoy se presenta como algo común en nuestro entorno mediático, gracias a las luchas por la libertad de género, pues Spielberg no quiere ser popular ni está casado con ninguna causa en específico. Más bien está dejando claro un punto: le da su lugar histórico a la existencia neta y real de transexuales y el conflicto de identidad al que es sometido Anybodys debido a los prejuicios estúpidos de una masculinidad tóxica y corrosiva en todos los aspectos. Es, en más de un sentido, una víctima por ese rechazo obtuso de los pandilleros y quienes lo observan. En este sentido, Anybodys tiene una doble lucha: por un lado, sobrevivir a la devastación y la pérdida a la que son sometidos todos los del vecindario; y por otro, defender su libertad para identificarse con la naturaleza que prefiera, así como para lograr el reconocimiento de esa sociedad que no es capaz de integrarle de un modo afectivo.

Retomando el peso de la violencia en los jóvenes –donde se deja ver la sombra fina de Historia Americana X - 83%–, se nos descubre que Tony (Ansel Elgort) ha vuelto de un año en prisión después de golpear a un niño casi hasta matarlo y su renuencia a reunirse con la pandilla. Esto nos dota de una psicología arraigada en la culpa, el remordimiento, y prevé el miedo a un destino casi fatídico, con visos grecolatinos porque pues ya sabemos en qué para su temor de cometer el máximo crimen: el asesinato.

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El deseo de María (Rachel Zegler) de liberarse de la protección de Bernardo (David Alvarez), su hermano se hace más claro aquí cuando se acentúa el rol de machito bravo que lo indispone irracionalmente a aceptar la convivencia pacífica con individuos no puertorriqueños, lo que deja de lado la ñoñería boba de la niña enamorada como bruta. Para coronar este espíritu fuerte y decidido de María, Spielberg (Tiburón - 98%, Lincoln - 90%, Ready Player One: Comienza el Juego - 78%) introduce algo prácticamente ausente en la película anterior: el erotismo.

Incluso la manera de emplear a Nueva York es determinante. En el Upper West Side de Manhattan que vimos en la versión sesentera, la gentrificación orillaba a las bandas callejeras a desplazarse en vías de orfandad social donde el abandono es sustituido por la represión. Se demolían viviendas para dar paso a un complejo: Lincoln Center. Lo que no aparecía en cámara durante la versión de la década de los años 60 por obvias políticas de dulcificación conservadora –Estados Unidos no puede negar la cruz de su parroquia derechista–, que realmente vigorizaba la situación tan tensa entre las pandillas que estelarizan el conflicto, se torna el escenario en el remake de Spielberg: los Jets y los Sharks se disputan ruinas.

El barrio donde se devanean en nombre de un territorialismo propio de los segregados (cuando no se tiene nada, poseer el vacío lo es todo), es arrasado porque el progreso y la alta cultura y todo lo que cunde esa pretensión que dicta el final de la Historia con el neoliberalismo, se afincan. Las calles están llenas de polvo. Los escombros integran el equivalente a un paisaje urbano que semeja más a la etapa que vive el resto del mundo: la posguerra. Con esto Spielberg, que sí comprende el drama de los oprimidos y los desplazados –La Lista de Schindler - 96% icónica en ese sentido–, le da una situación donde el despliegue de baile, canciones y alegrías mundanas se tornan el fulgor que vigoriza un ambiente que se percibe cenizo y pálido.

Así, dándole dimensión histórica, Spielberg vigoriza lo que anteriormente se ofrecía como una buena intención para reinterpretar Romeo y Julieta. Dota de relevancia por medio del detalle fino. Otro gran acierto en la dirección es el hallazgo de los talentos que encuadran a los personajes, como son los casos de Ariana DeBose como Anita, David Álvarez como Bernardo; mientras que Rachel Zegler como María parte plaza de un modo que ni siquiera es digno comparar la versión sesentera con ésta. Sencillamente no encuentra parangón Natalie Wood con la actriz que interpreta este remake. (Lo siento, puristas nostálgicos: técnicamente nada que hacer.) Los bailes, la producción, las actuaciones, son dignas próceres del buen cine. Nada que reprochar en términos técnicos, si el punto es ése. Tampoco en los puntos sobre las íes y los antecedentes de los personajes, que nos recuerdan lo buen lector que es Spielberg de Phillip Roth y lo mucho que ha aprendido de él a representar la imposibilidad de huir de un sino maligno. Como es el caso de Tony.

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Sin embargo, este remake bien hecho (que evidencia todo aquello amansado por la versión anterior), donde los personajes tornan las canciones y los bailes en medio de charcos, esmog, paredes carcomida, catres, luces mortecinas, en actos de resistencia frente a la miseria descarnada de un país que no los tiene en su plan de expansión, es más un ejercicio estilístico para afinar una pieza que anteriormente estaba mal adaptada a la época contemporánea que una película icónica de Spielberg. Digamos que esta película es eso: una corrección de estilo; una reedición corregida y aumentada, impresa en buen papel, con mejores fuentes tipográficas y diseño para la tapa mucho más contemporáneo.

El musical triunfó en Broadway en su momento —como casi todos los musicales patrióticos y prohijados por alguna referencia clásica en aquella época. La película de 1961, gozó de buena recepción en el cine. La obra fue poco afortunada al reescribir Romeo y Julieta, pero gozaba de un repertorio musical y dancístico de ensueño que mantenía la atención centrada en la melosidad de las baladas. La película popularizó las canciones, hoy capitales en la cultura pop —aunque posiblemente haya sido más por el musical que por la película. Spielberg tomó las dos anteriores, las corrigió y las filmó profesionalmente sin restricciones conservaduristas ni dudas sobre sus decisiones aventuradas.

Con todo, Steven Spielberg logró, con Amor sin barreras - 100%, recordarnos tres cosas: a) él es un gran director con un dominio de pulpo en todas las destrezas que caracterizan al cine; b) es capaz de mejorar lo que no fue bien concebido en sus primeras versiones gracias a su dominio de la composición narrativa; y c) que él también gusta de no perder la práctica en los estudios con ideas plenamente palomeras.

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