Con su primera película, Somos Mari Pepa - 89% (2013), Samuel Kishi mostró una narrativa vivaz con tintes de ternura y humor cáustico, a veces noble y carismático, mientras construía un drama punk sobre un adolescente, la relación con sus amigos y su abuela enferma. Seis años después el director jaliscience volvió al ruedo con Los Lobos - 93% (2019) y, gracias al semáforo verde –a saber si el epílogo oficial del gobierno mexicano para la pandemia–, a los cines este 2021. Un registro diferente con la misma sensibilidad, aunque aquí los momentos cómicos están atenuados por la sensación de desarraigo y vulnerabilidad. Es decir, es una película afincada en una lucha contra la melancolía a través de la reconstrucción del espacio íntimo. Un mundo personal articulado por una infancia que se niega a la infelicidad y una búsqueda de algo más que la sola supervivencia. La película sigue el viaje de una madre, Lucía (Martha Reyes Arias), y sus dos pequeños hijos que acaban de llegar a Estados Unidos en calidad de inmigrantes documentados desde México. Más que seguirle los pasos Kishi se pega a ellos, los persigue en su periplo para conseguir casa hasta que Lucía tiene trabajo y dónde vivir: un apartamento ruinoso con muebles mínimos, sucios, sin mantenimiento, propiedad de la Sra. Chang (Cici Lau). Lo mejor de Los Lobos - 93% tiene lugar cuando los niños se quedan solos y aparentemente no sucede nada especial y, en realidad, acontece todo por lo que vale la pena el mundo.
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“¿Ya estamos cerca de Disney ahora?”, le pregunta el pequeño Leo a su mamá durante el arribo. Antes del Paraíso a lo Mickey Mouse, Lucía debe encontrar un empleo o dos para alimentar a sus pícaros lobeznos, como llama a Max y Leo. Todas las mañanas va a trabajar a un sistema que no se preocupa por los padres/madres solteras que dejan a sus hijos solos en casa. La entrega de la madre, que tiene que enfrentar a diario la frustración, el cansancio y la desazón, se ve reforzada por un ímpetu poderoso por no rendirse que el director, en su habilidad para componer una narrativa fílmica casi prosística, deja entrever sin diálogos explicativos que tanto huelgan en estas temáticas. El realizador subraya con gestos y miradas, no palabras, la angustia que siente la madre por no tener la posibilidad de cuidar a sus hijos, por protegerlos del peligro y darles una infancia plena. Para enfrentar esa soledad y tendencia al caos cándido de los niños, ella deja siete reglas grabadas en una cassettera –instrumento que sirve a Lucía como extensión de la memoria, una versión más viva de lo que comúnmente hacen las progenitoras con los álbumes fotográficos–, de las cuales las más destacadas son: no salir del departamento (a menos que se esté quemando); no ensuciar (aunque no especifica del todo qué implica la limpieza de la casa); no caminar descalzo sobre la alfombra (cuando vean la película, entenderán por qué); y lo más importante para que la armonía prevalezca pese al caos: “abrazar siempre después de una pelea”.
Mientras Lucía trabaja, Max y Leo (Maximiliano Nájar Márquez y Leonardo Nájar Márquez) deben quedarse en casa todo el día jugando fútbol, luchitas, contemplando la vida vecinal y mi favorita: creando sus propias aventuras de lobos ninja. La relación entre los hermanitos en medio de este periplo es el corazón de la historia. Viven prácticamente en hacinamiento, en uno de esos departamentos que hoy proliferan en las urbes –menos de 40 metros cuadrados– en tanto observan por la ventana lo que sucede en el vecindario y al grupo de niños que sí pueden jugar en los patios del lugar. La dinámica del encierro y la ilusión de los pequeños por ir a Disney comienza a afectarlos, sobre todo a Max, el mayor de 6 años, que en un acto de rebeldía –instigado por el desencanto, la ira, el encierro y un rencor contenido hacia su madre– rompe las reglas. Las consecuencias del atrevimiento del niño no se harán esperar y, sin exagerar el drama o pronunciarlo con el cariz clásico de la tragedia inmigrante mexicana –mucho de las telenovelas en los epígonos fílmicos de esta temática–, nos entrega un momento de tensión y dolor genuinos en la actuación de Martha Reyes Arias cuando, en variación de la chancla, confronta a los nenes con un tenis.
Samuel Kishi deriva su filmación en palimpsesto de su niñez, como él ha contado en entrevistas. Los Lobos captura la claustrofobia del apartamento donde Max y Leo están encerrados. La imaginación de los chicos (hermanos en la vida real) invade el pequeño espacio a través de las historias que dibujan en papel y en la pared del lugar, sus alter-ego lobos ninjas, que luchan contra dragones y monstruos informes y que cobran vida en la pantalla con animaciones rústicas dotadas de inocencia y encanto. Un soplo lúdico que no busca sorprender o manipular con chantaje emocional y sí involucrar al espectador en una retórica que genere acentos para romper la monotonía contada en la película. Así se convierte por momentos en breves cortos animados que ilustran la imaginación de los niños a medida que se adaptan a un nuevo entorno y escapan virtualmente del departamento —pero no por el foco (“Fuck off?”) como su papá, sino a través de la creación, ese preámbulo que traza nuestra interpretación del mundo con el filtro de la inteligencia emocional.
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Las tres personalidades de los protagonistas se revelan a través de acciones específicas, sin tanto mareo. De la madre seguimos su dura y angustiosa tarea de criar a dos hijos en un entorno hostil y desconocido; Max es irascible, melancólico; Leo escurre miel e inocencia con una devoción a su hermano y mamá sólo equivalente a la inteligencia y empatía que promueve hasta con los insectos o la señora Chang. Aunque Max es el mayor no se caracteriza por sus tendencias protectoras, ni qué decir de ser cuidadoso. Leo es cariñoso, una antítesis en ese sentido de su hermano. Ambos personajes son la fuerza narrativa que mantiene al espectador con la preocupación de lo imprevisible y a los personajes que los orbitan los unen en su búsqueda de integrarse.
La interacción de ambos muestra la violencia que a veces se da entre hermanos –a escala, por supuesto–, con delicadeza y calidez humana, evitando dar lástima. La casera, por su parte, trae una luz a la madre y a los niños; mientras que Kevin (Kevin Medina) es un claroscuro que arrebata y devuelve la esperanza a Lucía y a Max. La colisión entre los vecinos adultos y, sobre todo, los niños, deriva en un gesto de redención pura, fina, digna de infantes que están en busca de reconocerse a sí mismos por lo bueno, no por la villanía que surge del entorno en el que crecen.
El interés del director por explorar y mostrar a sus personajes de la forma más verdadera posible lo acerca al realismo social de El Proyecto Florida - 96% (2017), la aclamada película de Sean Baker que centra su mirada en una niña y su madre que sobreviven en la parte trasera de Disney World. Tan cerca y tan lejos del sueño americano. Y como en la cinta de Baker, en Los Lobos - 93% los hechos se revelan de forma coloquial y cotidiana ante los ojos de los niños, y ante los adultos como una consecuencia de la crueldad social, política y económica en la que se insertan. Claro, todo placer de disfrute en una tarde de domingo, bien puede resumirse en –parafraseando a Luis Felipe Fabre– "jugar a los fantasmitas con bolsas de plástico".
La cinta de Kishi reflexiona con honestidad sobre la explotación de los inmigrantes en tierra estadounidense, el derecho de los niños a un hogar seguro, y la falta de comunicación entre los mismos compatriotas. Capta con respeto el crisol de razas y estrato social y religioso de este barrio urbano pobre de Albuquerque sin ningún aspaviento, sin pretensiones, con una narrativa limpia y directa que ayudan a que el espectador aprecie de principio a fin y atempere un nudo en la garganta y una sonrisa en la mirada.
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